Descubrir toda una ciudad y sus habitantes enterrados bajo las cenizas, como sucedió en Pompeya: encontrar en el fondo del mar un galeón español lleno de oro; sacar a la luz una ciudad maya cubierta por la selva; penetrar en la tumba jamás violada de un faraón egipcio.
Todo arqueólogo sueña con hacer un descubrimiento prestigioso que permita resucitar en un instante un pasado más o menos lejano. Pero la mayoría debe contentarse con resultado más modestos, excavando sitios ya conocidos.
No obstante, a veces unos obreros de la construcción dan con los resto de alguna civilización desparecida hace mucho tiempo. Entonces se suspenden las obras, y los especialistas toman el revelo a los obreros para examinar, con apasionada atención, cada piedra desprendida, cada resto, cada huella de vida animal o humana.
El conocimiento de nuestro pasado nos ayuda a comprender mejor cómo somos y por qué es así el mundo en que vivimos. Durante mucho tiempo, los historiadores no dispusieron más que descritos salvados de todas clases de destrucciones.
Era pues, una historia incompleta y que sólo podía remontarse a la invención de la escritura. Pero hoy, tras dos siglos y medio de excavaciones, la situación es diferente.
El descubrimiento de fósiles humanos cada vez más antiguos nos ha demostrado que somos el resultado de una larga evolución. Y las ruinas de importantes ciudades importantes antiguas nos confirman que hasta los mayores civilizaciones, como los seres vivientes, están llamadas a desaparecer.
Indispensable para el historiador, la excavación arqueológica es una actividad subyugante para quien se entrega a ella. Se puede trabajar en el mismo lugar sin encontrar nada interesante. Y luego, un día se produce lo inesperado. Así el alemán Heinrich Schliemann, que se entusiasmaba durante su infancia con los poemas de Homero, sería cautivado, mucho después, por una gran pasión por la arqueología.
Y consagró los últimos años de su vida (1870 a 1890) a unas excavaciones que demostrarían que los textos homéricos se basaban en hechos históricos. Tuvo la satisfacción de sacar a la luz las ruinas de Troya, hasta entonces considerada una ciudad mítica, y las de Micenas, Orcómeno, Tirinto.
Sin embargo, las excavaciones no son siempre tan fructíferas. A menudo no consigue sino resto: casco de cerámica o fragmentos de vidrio, objetos de metal corroídos por la humedad, trozos de cuero o de tejido a los cuales permanece aún unida una hebilla de cinturón o una fíbula (prendedor antiguo), pero como un “detective del pasado”, según expresión de la célebre autora de novelas policiacas Agatha Christie, el arqueólogo sabrá utilizar estos modestos indicios para reconstruir la historia de quienes lo dejaron.
Primeras excavaciones arquelógicas
Las primeras excavaciones datan del siglo XVI, durante el renacimiento. La antigüedad estaba entonces de moda, y muchos escritores y artistas se dirigían a Roma para admirar los restos de la civilización romana e inspirarse en ella. Se emprendieron búsquedas en el foro que permitieron a los más ricos formar esplendidas colecciones de obras de arte.
Las excavaciones no empezaron a perder ese carácter de apropiación privada hasta el siglo XVIII, cuando se descubrieron en Italia las ciudades romanas de Herculano (1709) y Pompeya (1748). La aparición a plena luz de estas ciudades antiguas perfectamente conservadas bajo las cenizas volcánicas del Vesubio, que les había enterrado en el año 79 de nuestra era excitó la imaginación de las gentes y puso de moda la antigüedad. Desde entonces, el estudio del pasado, a partir de los restos conservados bajo el suelo, parece cada vez más indispensable.
Sin embargo, las excavaciones solían ser dirigidas aún por aficionados más o menos dotados, cuya actividad desordenada causó más de una vez la pérdida de testimonio de un valor incalculable.
En el siglo XIX, la arqueología entró por fin en su fase científica. Se desarrollaron métodos científicos de búsquedas y se empezó a proteger e incluso a restaurar los hallazgos. La era de las excavaciones espectaculares podía comenzar ya.
En sólo unos decenios se desvelaron periodos enteros de la historia humana. Pueblos hasta entonces conocidos sólo por la leyenda, como los etruscos, los cretenses, los micénicos o los sumerios surgieron de las sombras.
Se profundizó en la historia de Egipto y de la Grecia antigua. Se comprobó que ciudades de las biblias como Jericó habían existido.
Luego, se vio que el próximo oriente y la cuenca del mediterráneo no habían sido las únicas “cunas de las civilización”; también habían florecido esplendidas civilizaciones en las estepas del Asia central, en el valle del río Indo, en China, en Japón, en los territorios de los antiguos imperios aztecas e inca.
Aunque hoy las excavaciones arqueológicas son tareas propias de los especialistas, nadie prohíbe a un aficionado a las cosas antiguas cavar en el suelo de su jardín por ver si se descubre algo interesante: por ejemplo, un tesoro escondido en el suelo por un terrateniente hispano- romano a obligado a oír ante las invasiones de los bárbaros.
No obstante, es preciso saber en mucho países las excavaciones están reglamentadas: una excavación sistemática realizada por un aficionado, aunque sea en terreno suyo, debe estar autorizada y se halla sometida a reglas muy precisas, para así evitar la destrucción o la desaparición del patrimonio histórico.
Los aficionados a las excavaciones que no sean arqueólogos ni estudiante de arqueología pueden adherirse a unas numerosas asociaciones e inscribirse en un campo de trabajo para participar en estas tareas. Así tendrán ocasión de tomar parte, durante los fines de semana o las vacaciones y especialistas, en los trabajos desescombro de los yacimientos arqueológicos.
Trabajo de excavación
Una excavación puede iniciarse a causa de un descubrimiento fortuito, por lo general comienza con ocasión de una campaña de búsquedas cuidadosamente organizadas. Tras un examen minucioso del terreno, el arqueólogo escoge el sitio en el que quiere excavar.
El arqueólogo estudia las anomalías del terreno( montículo en una llanura puede ocultar una tumba) y de la vegetación (ciertas plantas tienden a desarrollarse especialmente entre las ruinas), busca los casco de cerámica que atestiguan el paso de hombre.
A menudo, la prospección aérea completa estos exámenes. Las fotografías aéreas permiten percibir tenues relieves, invisibles desde el suelo. Hacen patente también las diferencias de colorido de la vegetación, debidas a las presencia en el subsuelo de vestigios que dificultan el crecimiento de plantas o, por el contrario, de pozos o fosos terraplenados, que favorecen dicho crecimiento.
También se puede examinar el terreno con la ayuda de sondas eléctricas o fotográficas. En este último caso, se realiza un sondeo, se hace descender una cámara fotográfica y se obtiene así una imagen de los monumentos enterrados sin que estos corran el peligro de ser dañados.
Cuando el sitio ha sido debidamente delimitado, pueden comenzar los trabajos de excavación. Éstas se han de realizar con el mayor cuidado, pues toda operación de desescombro es una destrucción del sitio que se estudia.
Por ejemplo, cuando un lugar ha sido habitado durante milenio, como esas aldeas del próximo oriente donde la sucesiva edificación de nuevas viviendas sobre los escombros de los anteriores ha acabado formando colinas artificiales (tels.), no se puede llegar a las murallas más antiguas sin desescombrar previamente otras más recientes.
Para remediar este inconveniente, el arqueólogo cuadricula el terreno: lo divide en cuadros iguales. Unos cuadrados los excavará, pero conservará otros como testimonios.
Reconstruir y datar.
Dado que el objeto principal de una excavación es reconstruir la historia de un lugar, cada capa del terreno excavado se estudia minuciosamente. Todo cuanto una capa contenga deber ser medido, dibujado, fotografiado, descrito en el diario de las excavaciones. Los objetos descubiertos son etiquetados indicando su origen y el nivel donde se encontraron.
Luego, se intenta datarlos. Esto es relativamente fácil si en la misma capa se descubren monedas, inscripciones, objetos de cerámicas de un tipo previamente conocido o indicios de acontecimientos (incendios, terremotos), cuya fecha ya se conoce cuando faltan estos testimonios, hay que recurrir al carbono -14 o algún otro método científico de datación.
Todo objeto descubierto en una excavación se envía en un laboratorio especializado, a menudo dependiente de un museo, donde lo estudiarán y lo someterán a los tratamientos necesarios para su buena conservación. En efecto, nada es tan frágil como lo que ha pasado siglos o milenios bajo tierra, protegido contra la acción destructora del aire, el agua, la luz y el viento.
Actualmente existen numerosas técnicas, algunas de las cuales recurren a los productos químicos y a las materias plásticas para restaurar y conservar no sólo los objetos procedentes de las excavaciones si no también los monumentos. También contribuyen a ellos los procedimientos nucleares.
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